busco dentro el pensamiento más sincero
veo un espejo en el cielo
y la geografía de mi camino...

sábado, 7 de marzo de 2009

. world war III .

Estaba en mi cama durmiendo tranquilo cuando un sonido fuerte me despertó de la nada. Aún recuerdo el susto que me pegué y cómo mi corazón latía rápido y a destiempo. El sonido se repitió otra vez. Me escondí debajo de las sábanas y me quedé aferrado a mi almohada unos minutos.

A los ruidos de cristales rompiéndose se sumaron gritos. Voces que en la lejanía no se entendía qué era lo que decían, pero sí podía distinguirlas. Podía distinguirlas porque no eran la primera vez que pasaba. No era la primera vez que esas voces estallaban en gritos en la casa y decían cosas horrendas.

La última vez que las escuché, me asusté tanto y tenía tanto miedo que rompí en llanto. Me largué a llorar en las penumbras de mi cuarto y me escondí debajo de la cama. Me tapaba los oídos con las manos, pero los ruidos y los gritos se seguían escuchando. Mientras las saladas lágrimas entraban por mi boca y me ahogaban, salí de debajo de la cama y corrí hacía el estante donde estaba el equipo de música, me destapé los oídos y encendí la radio a todo volumen. La música que salía de los parlantes tapó un poco los gritos y los ruidos, pero mis oídos podían seguir escuchándolos en las lejanías. Corrí hasta mi ropero, abrí las puertas y me escondí ahí bajó las prendas colgadas en perchas metálicas. En la oscuridad del ropero, sentado ahí, abracé mis rodillas y escondí la cara entre mis brazos. A los pocos minutos mi hermana entró en mi habitación, abrió la puerta del ropero y se escondió conmigo. Puso sus brazos alrededor mío, me contuvo y me decía que todo iba a estar bien, que todo era un mal sueño y que mañana todo estaría como antes. Y ahí me quedé dormido en sus brazos.

La promesa de mi hermana no había durado, pues esta noche los gritos y los cristales rompiéndose habían vuelto. Sentía mi cuerpo temblar porque quería contener las lágrimas y el pánico, pero no pude por mucho tiempo. Salté de la cama, abrí la puerta de mi cuarto y bajé corriendo las escaleras.

Cuando llegué al living me encontré lo que más temía encontrar: la tercera guerra mundial. Mi viejo en un lado de la habitación evitando y esquivando los vasos, platos y demás elementos de cristalería que le arrojaba mi vieja. Cada proyectil iba acompañado de una puteada verbal que no sólo atacaba a mi indefenso padre sino que atacaba mis oídos.

En llantos clamaba a mi mamá que dejara de tirar cosas y de gritar. Que no tenía por qué decir las cosas que decía; miraba a mi viejo y con los ojos llenos de lágrima le decía que mi mamá no decía en serio todas las cosas que decía, que era simplemente porque estaba enojada porque yo había derramado la leche con cereal de la merienda y de que había comido galletitas antes de cenar.

Mi viejo dejó la posición pasiva y se puso a insultar a mi mamá. Gritaba como arruinaba mi infancia haciendo semejante escándalo frente mío, como era una mala madre, como era capaz de pelear por las cosas que peleaba. Le pedí a mi viejo a los gritos que dejara de gritar, que no le hablara así a mi mamá. Les dije que sabía bien que peleaban por plata, por mí y por mi hermana y nuestro comportamiento. Prometí portarme bien, ser buen alumno y no hacer más cagadas en casa; pero no me escucharon. Siguieron gritando. Mi mamá la llamaba a mi hermana a los gritos para que me fuera a buscar y me sacara de la habitación.

Mi hermana vino, me agarró del brazo e intentó sacarme de la habitación pero no pudo porque yo no me quería mover de ahí. Mi viejo no paraba de gritar y llorar. Gritó que se iba de la casa, que ya no reconocía a su familia y que lo mejor era irse a la mierda. Eso hizo que mi mamá se pusiese furiosa y recomenzara con sus ataques verbales y sus proyectiles de bombas caseras. Vi como mi viejo caminaba alejándose hacia el hall de entrada de la casa. Mi hermana seguía tirando de mí. Me escapé de la garra de mi hermana y salí corriendo tras mi viejo. Me aferré su pierna, llorando, gritando y rogándole para que no se vaya. Para que se quedara. Le decía que mi mamá lo quería y lo amaba mucho y que no sabía lo que hacía. Le decía que yo también lo quería y que lo necesitaba; que no podía dejarme a mí atrás.

Mi viejo intentó por la fuerza zafarse de mí y forcejeó hasta que finalmente su fuerza me superó y cedí. Abrió la puerta de una, así, bruscamente. Y empezó a alejarse.

Corrí tras él. Salí al jardín de casa vistiendo el pijama rayado que me había comprado mi mamá para navidad y descalzo. Corrí tras mi viejo rogándole que vuelva, que se diera vuelta y que por favor se quedara. Al llegar al portón de la casa, frenó. Yo dejé de correr. Se dio vuelta y me miró. Yo lo miré. Luego miré por sobre mi hombro y la vi a mi hermana sentada en el umbral mirando para otro lado cegada por lágrimas y, en la ventana del living que daba al patio frontal, la vi a mi vieja quieta cual estatua de cerámica observando como mi padre dudaba. Así la vi, como una estatua de cerámica, tan hermosa y estática pero tan frágil a la vez.

Le grité a mi viejo que si se quedaba iba a ser mucho mejor hijo, que iba a hacer todo bien, que nunca iba a crecer y siempre iba a ser su hijo varón, que siempre íbamos a jugar al fútbol en el jardín de atrás, que no iba a pelear nunca más con Soledad por ver la televisión, que iba a ayudar a mamá en las cosas de la casa, que iba a estudiar noche y día para que él estuviese orgulloso de mí. Le dije que podíamos portarnos bien, dejar de pelear y volver a ser una familia.

Mi viejo estalló en llanto. Se tapó la cara con su mano derecha y, sin mirarme, se dio media vuelta y de un empujón salió por el portón frontal y lo perdí de vista. Caí de rodillas y lloré. Lloré mucho. Lloré como unos veinticinco minutos ahí de rodillas hasta que Soledad se puso de pie y vino hasta donde estaba yo e intentó hacerme entrar en la casa. Mi hermana insistía en que todo iba a estar bien, pero yo sabía que no era así. La miré directamente a los ojos lleno de bronca y de ira y por primera vez en mi vida le grité como nunca antes.

- No! las cosas no van a estar bien! No quiero tener que pasar las vacaciones por separado! No quiero tener que recordar dos direcciones diferentes! No quiero otras familias con otros hermanos! Y no quiero que mamá cambie su apellido!!

Terminé de gritarle todo eso de lleno en la cara y mi hermana se largó a llorar. Y yo… yo huí. Corrí de esa parcela de tierra a la que llamaba hogar, huí de las trincheras No Man’s Land. No era fácil crecer en medio de la tercera guerra mundial. Volver del colegio y después de la cena, todas las noches encontrarse con la línea de fuego en tu propio living. Así que corrí en la misma dirección que mi viejo se había ido minutos antes. Quería alcanzarlo y que volviera. Que volviera y arreglara las cosas. Que no se fuera, que la perdonara a mi mamá por lastimarlo así porque yo no podía crecer sin él. No quería volver a mi casa, pero si él volvía conmigo, yo volvería. Corrí unas cuantas cuadras, pero no lo encontré.

Llegué a una esquina que no recuerdo ahora donde queda, pero había una plaza con juegos. Caminé hasta ahí. Mi pijama ya estaba medio sucio a la altura de los talones y mis pies estaban negros de la mugre. Me senté sobre una de las hamacas vacías y empecé a hamacarme lentamente y sin mucho esfuerzo.

Mientras el balanceo me calmaba, yo pensaba. Recuerdo que se me vino a la mente la foto que teníamos sobre la chimenea. Era una foto que sacamos una navidad. Estabamos los cuatro sentados a un sillón. Yo al lado de mi viejo, Soledad al lado de mi vieja y mis viejos en el medio. En ese retrato familiar parecíamos tan felices… parecíamos tan normales… yo quería recuperar eso. En ese retrato familiar parecíamos tan, pero tan felices… podríamos simplemente esconder y aparentar ser así y jugar a que nos es algo natural…

Por favor, rogué, por favor. Dejen que volvamos a eso.

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